Entrada
de K’apos Por
la tarde, campesinos indígenas de diversas comunidades hacen su
entrada a la ciudad. Lo hacen cabalgando sobre sus adornados potros de
media sangre, cargando atados de K’apo –tipo de leña
que se explota en las alturas- para encender unas grandes fogatas en el
parque Pino, ubicado frente a la entrada del santuario. Ello representa
la purificación a través del fuego. Esto recuerda el ingreso
bullicioso de las caballerías republicanas a la ciudad en el día
de fiesta. El mundo indígena celebra. Las autoridades de Puno hacen
una serie de invocaciones. El Alcalde y el Prefecto, por ejemplo, leen
sus despachos en la plaza. Lo mismo hacen los “yachiris” –sacerdotes
andinos- del mundo aymara y quechua, quienes preparan una mesa, extienden
sus hojas de coca y hacen sus invocaciones en su lengua original.
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Se
hace el pago a la Pachamama. Piden paz y prosperidad para sus comunidades,
para Puno y para los pueblos del mundo. Mientras tanto, continúan
los homenajes. Las fogatas de K’apo siguen ardiendo alrededor de la
plaza en medio de cánticos y danzas autóctonas.
Danzas al pie del cielo
Horas después, el césped del estadio Torres
Belón esperará a cerca de 70 agrupaciones de danzantes que
despliegan sus coreografías en honor de a la Candelaria. Cada agrupación,
conformada por alrededor de 100 danzantes, compite en el tradicional Concurso
Departamental de Danzas Folclóricas. Pumas, osos, cóndores
y llamas se confunden entre los disfraces de los danzantes. Se reeditan
las ceremonias prehispánicas. Cintas multicolores como el arco
iris –es decir, los colores del Tahuantinsuyo-, trajes de lana bayeta
y plumas de muchas aves se confunden entre los atavíos. Hasta el
atardecer prosiguen las danzas autóctonas. Durante cada uno de
los siete días siguientes, en lazas y calles de la ciudad más
alta del mundo, el pueblo sigue danzando con desenfado y alegría.
Luego de la presentación de cada grupo, la celebración continúa
–casi siempre- en el barrio de Laikakota, donde se asegura que apareció
la virgen en el siglo XVII.
La octava de la virgen
El despliegue es deslumbrante. Ocho días después,
los trajes de luces, ricamente bordados, hacen su ingreso. La fiesta mestiza
ocupa el lugar. Diablos, diablos menores, chinas diablas, ángeles
y cientos de danzantes ocupan calles y plazas ahora. Todo es brillo, luz
y color en los ocho días restantes. La virgen morena preside el
recorrido de los danzantes, desde la entrada de su santuario. El sonido
de los pututos, tambores y zampoñas es reemplazado por los de los
saxos, bombos, arpas y trompetas.
Según
el antropólogo Juan Ossio, esta parte de la celebración
se contamina de lo carnavalesco. “Por medio de la participación
de los vecinos se establece la recreación del orden social a través
de la virgen de la Candelaria. Los diablos andinos no representan la malignidad
que lleva las almas al infierno. Por el contrario, representan el ámbito
jocoso de la burla, de la alegría y el jolgorio del desorden y
son quienes desafían el orden social.
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